Existe en este mundo una ciudad casi tan inverosímil como Las ciudades invisibles descritas por Italo Calvino en uno de sus libros de ficción.

Es una ciudad donde las dos calles más céntricas, que desembocan en el Ayuntamiento, no llevan el nombre de algún político de pedestal, militar victorioso, batalla supuestamente gloriosa o acontecimiento histórico memorable, que es lo usual –o lo fue en el antiguo régimen-, sino el de un dibujante de historietas y el de un guionista de este mismo medio de expresión, llamado también cómic, tebeo o BD (bande dessinée: tira dibujada). Esa ciudad es francesa, se llama Angoulême (o Angulema) y esas calles se llaman Rue Hergé y Rue Goscinny. Además, hay números callejeros que no se inscriben en un recuadro normal, sino en una bulle (burbuja, el bocadillo para los diálogos).

2, Rue Hergé. Foto: Joan Tirbió.

El autor de Las aventuras de Tintín y el guionista de Astérix y de buena parte de la serie de Morris Lucky Luke, entre otras, merecen los mejores honores en esta ciudad de la Nueva Aquitania. Y este solo hecho, este gesto de pleno reconocimiento al valor de un arte en otras partes infravalorado, le pone a uno –le pone a cualquier aficionado a la mejor historieta- de muy buen humor.

Desde el año 1974 hasta este 2019 –y que dure- en Angulema se ha celebrado cada invierno, a finales de enero, en fechas también inverosímiles (son cuatro de los días más fríos de la estación fría), un Salón –más tarde llamado Festival- que en pocos años se convirtió en el más importante de Europa dedicado al cómic, junto con el de Lucca (Italia).

La iniciativa contó desde el principio con el apoyo y la presencia de los mejores autores. Hugo Pratt hizo el primer cartel, André Franquin fue el primer autor que recibió el Grand Prix, pero fue la presencia de Hergé en la edición de 1977 lo que otorgó una proyección importantísima a este Salón, impulsado por unas pocas personas (Groux, Mardikian, Pierre Pascal) en una ciudad alejada de la capital. En Francia, el centralismo es puntualmente compensado por una serie de festivales alejados de París: el de cine en Cannes, el de teatro en Avignon, el de fotografía en Arlés. La última edición del Festival de Angulema ha sido la número 46. Y la más gloriosa, posiblemente, fue la de 1989, cuando coincidieron dos exposiciones memorables dedicadas a Hergé y a Franquin, con dibujos originales, bocetos y algún pentimento borrado, como debe ser.

Foto: Joan Tirbió.

En Angulema, el amor al llamado noveno arte (la fotografía sería el octavo, aunque nació antes que el cine) se expresa por medios muy diversos. Durante el Festival, la ciudad -que tiene menos de 50.000 habitantes- aparece literalmente invadida por el cómic. Por unos días, los niños y los adolescentes, en vez de estar en la escuela aprendiendo a restar o a hacer raíces cuadradas, están leyendo bonitas historietas en los bancos públicos o visitando los stands de la feria, acompañados por unos profesores que quisieran disfrutar de las novedades editoriales, pero deben vigilar a sus pupilos. Luego sales a la calle y de repente pasa un autobús pintado con versiones de personajes de Franquin, Uderzo y Morris dibujadas por Zep. En la maison de la presse el quiosquero te cuenta que ese jueves va a vender centenares de ejemplares del diario Libération, una edición extraordinaria anual, ilustrada exclusivamente por dibujantes de cómic, portada incluida. En la este año 2019 no faltaba una certera viñeta de Willem sobre los ambiciosos proyectos exterminadores del neofascista presidente de Brasil.

Luego, vas a comer o a cenar a cierto restaurante y, en vez de un mantel, te ponen un gran papel y muchos rotuladores para que dibujes lo que quieras mientras esperas el primer plato. Es bien conocida la manía dibujadora de este gremio. La imagen que recuerdo de Robert Crumb en Angulema, a mediados de los años 80, es la de un tipo que casi no hablaba y que no podía parar de dibujar sobre cualquier superficie parecida a un papel. De modo que, ante tipos así -dibujantes talentosos y compulsivos-, lo inteligente es ofrecer las herramientas y los soportes adecuados. Luego, el dibujo se lo queda el restaurante o se lo lleva el autor. También para eso hay libertad. Y mientras recoge la mesa, el camarero contempla con atención los dibujos del mantel de buen papel…

Al ser una ciudad con un centro histórico poco extenso, en Angulema los autores y editores no se dispersan en distintos locales como sucede, por ejemplo, en el Saló de Barcelona. Por ello, es fácil que tu vecino de mesa o compañero de barra sea alguno de los mejores dibujantes del mundo. Alguien como Lorenzo Mattotti o como Joost Swarte, por ejemplo. El holandés presentaba este año la edición completa, por fin, de Passi, Messa!, y también es reciente una estupenda recopilación de sus ilustraciones para el semanario The New Yorker. En Angulema te encuentras a algunos de tus autores favoritos sin necesidad de concertar una cita. En los años ochenta era en el Café de la Paix, y tras el cierre de este local que servía excelentes copas de Calvados, desde hace años sucede lo mismo en otros bares y locales del centro. Por la noche y entre copas, las conversaciones suelen ser mucho más divertidas y profundas que en un contexto meramente profesional.

Acabado el Festival, resulta que la feliz invasión no es efímera. Quien pasee por la ciudad en cualquier estación del año, podrá descubrir más de veinte edificios donde las paredes medianeras o las fachadas principales se han convertido en enormes pinturas murales que reproducen viñetas, portadas de libros o figuras de personajes populares. El arte público, en Angulema, no consiste en esculturas ni en graffiti de estilo importado. La apuesta de esta ciudad es distinta, distinguida. Se inició con un enorme Hommage à la Bande Dessinée del pintor pop Erró, en 1982, y se ha desarrollado desde entonces con versiones murales de los mejores dibujantes de cómic del área francófona, de distintas generaciones y géneros. Por ejemplo, unos haces de luces galácticas dibujados por Philippe Druillet, que riman gráficamente con las franjas de un paso de peatones.

Foto: Joan Tirbió.

No muy lejos, sobre la boca oscura de un aparcamiento, se alza una selva surrealista dibujada por François Boucq.

Foto: Joan Tirbió.

En otra casa, Boule y Bill, los personajes de Roba, se columpian en un espacio minimalista, cuyo aire sin figuras contrasta con la fachada donde proliferan los divertidos bichos de Florence Cestac (hay mujeres dibujantes, sí). Cerca de un estanque frío, descubrimos una escena de playa, dibujada por Loustal. En ciertas ventanas abolidas aparecen personajes como Gaston Lagaffe o los hermanos Dalton, no lejos de Lucky Luke. Y a veces el dibujo guarda relación con el edificio. Es el caso de los archivos provinciales, envueltos por un gran dibujo de los archivos metafísicos de Schuiten y Peeters.

Foto: Joan Tirbió.

Por lo demás, en cualquier rincón o escaparate se pueden descubrir indicios de la afición a la narración dibujada que existe en esta capital de la historieta francófona. La mascota de Angulema es una diminuta fiera (Fauve) dibujada por Lewis Trondheim.

Foto: Joan Tirbió.

En 1984 fui por primera vez a Angulema y justo ese año el ministro de cultura francés, Jack Lang, anunció la creación de un museo dedicado al cómic, pionero en su género. Es ya una tradición institucional que el ministro de cultura francés esté presente en este acontecimiento, todos los años, lo cual no sucede en otros países. También en 1984 la Fundació Joan Miró fue pionera a nivel internacional, al celebrar una gran exposición dedicada al cómic, un arte entonces generalmente ignorado por los museos de todo el mundo. La exposición -de la que fui comisario junto con el diseñador Peret- fue un homenaje internacional a Hergé. La propusimos cuando Hergé aún vivía, pero no fue hasta después de su muerte cuando se aceptó. Es curioso constatar, 35 años más tarde, que los cuatro últimos libros de Charles Burns tienen por protagonista a una especie de Tintín en versión siniestra, de pesadilla. Y el último álbum de Burns, titulado Vortex, es todavía una derivación de aquel primer dibujo lleno de pseudotintines mutantes que el dibujante estadounidense realizó expresamente para aquella muestra barcelonesa. Se lo pedí por teléfono desde la Fundació Joan Miró, y hasta entonces Burns todavía no había publicado ninguna versión (o perversión) del personaje de Hergé.

Por otra parte, Tintín sigue inspirando otras obras, a veces interesantes, como la (per)versión anticolonialista Pappa in Afrika, de Anton Kannemeyer. Es un envés crítico de Tintín el Congo, el peor libro del creador de obras maestras como Tintín en el Tíbet.

En el nuevo Musée de la Bande Dessinée, reubicado en la ribera norte del río Charente, se pueden visitar exposiciones temporales (este año, por ejemplo, una muestra dedicada a la editorial Futuropolis) y distintas presentaciones de sus fondos. En este invierno, la muestra semipermanente incluye un ejemplar de la primera historieta de la historia. Aunque los americanos se empeñan en autoadjudicarse el invento del cómic, en el museo de Angulema podemos ver Monsieur Jabot, la historieta que el suizo Rodolphe Töpffer publicó, en francés, en 1833, mucho antes de que apareciera The Yellow Kid (1895). La historieta de Töpffer le encantó a Goethe, quien ya supo intuir las posibilidades del nuevo medio de expresión. No tenía diálogos metidos en bocadillos, pero hay bastantes cómics modernos que tampoco los tienen.

En la sala principal del museo se reproducen algunas frases de distintos artistas. Por ejemplo esta:

“La seule chose que je regrette c’est de ne pas avoir fait de la bande dessinée” (Pablo Picasso) (Lo único que lamento es no haber hecho nunca un cómic).

Y hay otras frases igualmente elogiosas, de Federico Fellini, de Balthus y de otros.

Foto: Joan Tirbió.

El Festival de Angulema siempre ha sido visitado por muchos aficionados y profesionales llegados desde Cataluña y Euskadi sobre todo, y también desde diversos puntos de España. Por ello resulta chocante la falta de atención, a lo largo de casi medio siglo, hacia las mejores creaciones del vecino del sur. Al parecer, en Francia se ignora que en lugares como Barcelona, Valencia, Vitoria, Mallorca o Madrid se han hecho y publicado, desde hace decenios, algunas obras tan brillantes como las mejores del cómic en francés, en inglés o en japonés, a las que sí han expuesto y premiado. Si algún día descubren a Guillem Cifré, a Antoni Calonge y a Micharmut, ya será póstumamente.

El problema es que Martí es barcelonés y no americano, ni francés.

En el Festival del 2019 dos autores españoles presentaban obras suyas recién traducidas al francés: Keko y Altarriba. Y fue una buena sorpresa constatar que, con unos treinta años de retraso, una editorial importante ha descubierto a uno de los mejores autores barceloneses. Cornelius acaba de editar un espléndido Docteur Vertigo de Martí Riera, que se presentaba junto a su anterior libro, Taxista. En su edición francesa, el prólogo que escribí para la edición original de Taxista ha sido sustituido por un texto también elogioso de Art Spiegelman, el autor de Maus. Estos dos álbumes de Martí se exponían junto a obras célebres de Daniel Clowes y Charles Burns, que son sus equivalentes americanos. Martí Riera dibujó en los años 80 del siglo XX ficciones que se anticiparon al tono que ahora se identifica como propio de las películas de los hermanos Coen. El problema es que Martí es barcelonés y no americano, ni francés.

Sólo en los países que funcionan relativamente bien se da el apoyo necesario, imprescindible, a las iniciativas pioneras y vanguardistas, que siempre son las más difíciles. Por eso tampoco tenemos un buen Museo del Cómic en Cataluña. Una capital cultural sólo es posible si las iniciativas personales necesarias para la comunidad cuentan además con ciertas complicidades institucionales y sociales que les permitan desarrollarse y tener continuidad.

Existeix en aquest món una ciutat gairebé tan inversemblant com Les ciutats invisibles descrites per Italo Calvino en un dels seus llibres de ficció.

És una ciutat on els dos carrers més cèntrics, que desemboquen a l’Ajuntament, no porten el nom d’algun polític de pedestal, militar victoriós, batalla suposadament gloriosa o esdeveniment històric memorable, que és l’usual –o ho va ser en l’antic règim–, sinó el d’un dibuixant d’historietes i el d’un guionista d’aquest mateix mitjà d’expressió, anomenat també còmic, tebeo o BD (bande dessinée: tira dibuixada). Aquesta ciutat és francesa, es diu Angoulême (o Angulema) i aquests carrers es diuen Rue Hergé i Rue Goscinny. A més, hi ha números de carrer que no s’inscriuen en un requadre normal, sinó en una bulle (bombolla, la bafarada, globus o fumet per als diàlegs).

2, Rue Hergé. Foto: Joan Tirbió.

L’autor de Les aventures de Tintín i el guionista d’Astèrix i de bona part de la sèrie de Morris Lucky Luke, entre d’altres, mereixen els millors honors en aquesta ciutat de la Nova Aquitània. I aquest sol fet, aquest gest de ple reconeixement al valor d’un art en altres parts infravalorat, el posa a un –a qualsevol aficionat a la millor historieta– de molt bon humor.

Des de l’any 1974 fins a aquest 2019 –i que duri– a Angulema s’ha celebrat cada hivern, a final de gener, en dates també inversemblants (són quatre dels dies més freds de l’estació freda), un Saló –més tard anomenat Festival– que en pocs anys es va convertir en el més important d’Europa dedicat al còmic, juntament amb el de Lucca (Itàlia).

La iniciativa va comptar des del principi amb el suport i la presència dels millors autors. Hugo Pratt va fer el primer cartell, André Franquin va ser el primer autor que va rebre el Grand Prix, però va ser la presència d’Hergé en l’edició de 1977 el que va atorgar una projecció importantíssima a aquest Saló, impulsat per unes poques persones (Groux, Mardikian, Pierre Pascal) en una ciutat allunyada de la capital. A França, el centralisme és puntualment compensat per una sèrie de festivals allunyats de París: el de cinema a Cannes, el de teatre a Avinyó, el de fotografia a Arles. L’última edició del Festival d’Angulema ha estat la número 46. I la més gloriosa, possiblement, va ser la de 1989, quan van coincidir dues exposicions memorables dedicades a Hergé i a Franquin, amb dibuixos originals, esbossos i algun pentimento esborrat, com ha de ser.

Foto: Joan Tirbió.

A Angulema, l’amor a l’anomenat novè art (la fotografia seria el vuitè, encara que va néixer abans que el cinema) s’expressa per mitjans molt diversos. Durant el Festival, la ciutat –que té menys de 50.000 habitants– apareix literalment envaïda pel còmic. Per uns dies, els nens i els adolescents, en comptes d’estar a l’escola aprenent a restar o a fer arrels quadrades, estan llegint boniques historietes en els bancs públics o visitant els estands de la fira, acompanyats per uns professors que voldrien gaudir de les novetats editorials, però han de vigilar els seus pupils. Després surts al carrer i de sobte passa un autobús pintat amb versions de personatges de Franquin, Uderzo i Morris dibuixades per Zep. A la maison de la presse el quiosquer t’explica que aquell dijous vendrà centenars d’exemplars del diari Libération, una edició extraordinària anual, il·lustrada exclusivament per dibuixants de còmic, portada inclosa. A la d’aquest any 2019 no hi mancava una precisa vinyeta de Willem sobre els ambiciosos projectes exterminadors del neofeixista president del Brasil.

Després, vas a dinar o a sopar a cert restaurant i, en lloc d’unes estovalles, et posen un gran paper i molts retoladors perquè dibuixis el que vulguis mentre esperes el primer plat. És ben coneguda la mania dibuixadora d’aquest gremi. La imatge que recordo de Robert Crumb a Angulema, a mitjan anys 80, és la d’un tipus que gairebé no parlava i que no podia parar de dibuixar sobre qualsevol superfície semblant a un paper. De manera que, davant tipus així –dibuixants talentosos i compulsius–, l’intel·ligent és oferir-los les eines i els suports adequats. Després, el dibuix se’l queda el restaurant o se l’emporta l’autor. També per a això hi ha llibertat. I mentre recull la taula, el cambrer contempla amb atenció els dibuixos de les estovalles de bon paper…

En ser una ciutat amb un centre històric poc extens, a Angulema els autors i editors no es dispersen en diferents locals com succeeix, per exemple, al Saló de Barcelona. Per això, és fàcil que el teu veí de taula o company de barra sigui algun dels millors dibuixants del món. Algú com Lorenzo Mattotti o com Joost Swarte, per exemple. L’holandès presentava aquest any l’edició completa, per fi, de Passi, Messa!; i també és recent una estupenda recopilació de les seves il·lustracions per al setmanari The New Yorker. A Angulema et trobes a alguns dels teus autors favorits sense necessitat de concertar una cita. Als anys vuitanta era al Cafè de la Paix, i després del tancament d’aquest local que servia excel·lents copes de Calvados, des de fa anys passa el mateix en d’altres bars i locals del centre. A la nit i entre copes, les converses solen ser molt més divertides i profundes que en un context merament professional.

Acabat el Festival, resulta que la feliç invasió no és efímera. Qui passegi per la ciutat a qualsevol estació de l’any, podrà descobrir més de vint edificis on les parets mitgeres o les façanes principals s’han convertit en enormes pintures murals que reprodueixen vinyetes, portades de llibres o figures de personatges populars. L’art públic, a Angulema, no consisteix en escultures ni en graffiti d’estil importat. L’aposta d’aquesta ciutat és diferent, distingida. Es va iniciar amb un enorme Hommage à la Bande Dessinée del pintor pop Erró, el 1982, i s’ha desenvolupat des de llavors amb versions murals dels millors dibuixants de còmic de l’àrea francòfona, de diferents generacions i gèneres. Per exemple, uns feixos de llums galàctiques dibuixats per Philippe Druillet, que rimen gràficament amb les franges d’un pas de vianants.

Foto: Joan Tirbió.

No gaire lluny, sobre la boca fosca d’un aparcament, s’alça una selva surrealista dibuixada per François Boucq.

Foto: Joan Tirbió.

En una altra casa, Boule i Bill, els personatges de Roba, es gronxen en un espai minimalista, l’aire del qual, sense figures, contrasta amb la façana on proliferen les divertides bestioles de Florence Cestac (hi ha dones dibuixants, sí). A prop d’un estany fred, vam descobrir una escena de platja, dibuixada per Loustal. En certes finestres abolides apareixen personatges com Gaston Lagaffe o els germans Dalton, no lluny de Lucky Luke. I de vegades el dibuix té relació amb l’edifici. És el cas dels arxius provincials, embolicats per un gran dibuix dels arxius metafísics de Schuiten i Peeters.

Foto: Joan Tirbió.

D’altra banda, en qualsevol racó o aparador es poden descobrir indicis de l’afició a la narració dibuixada que existeix en aquesta capital de la historieta francòfona. La mascota d’Angulema és una diminuta fera (Fauve) dibuixada per Lewis Trondheim.

Foto: Joan Tirbió.

El 1984 vaig anar per primera vegada a Angulema i just aquest any el ministre de cultura francès, Jack Lang, va anunciar la creació d’un museu dedicat al còmic, pioner en el seu gènere. És ja una tradició institucional que el ministre de cultura francès sigui present en aquest esdeveniment, tots els anys, la qual cosa no succeeix en altres països. També el 1984 la Fundació Joan Miró va ser pionera a nivell internacional, en celebrar una gran exposició dedicada al còmic, un art llavors generalment ignorat pels museus de tot el món. L’exposició –de la qual vaig ser comissari juntament amb el dissenyador Peret– va ser un homenatge internacional a Hergé. La vam proposar quan Hergé encara vivia, però no va ser fins després de la seva mort quan es va acceptar. És curiós constatar, 35 anys més tard, que els quatre últims llibres de Charles Burns tenen per protagonista una mena de Tintín en versió sinistra, de malson. I l’últim àlbum de Burns, titulat Vortex, és encara una derivació d’aquell primer dibuix ple de pseudotintins mutants que el dibuixant nord-americà va realitzar expressament per a aquella mostra barcelonina. L’hi vaig demanar per telèfon des de la Fundació Joan Miró, i fins aleshores Burns encara no havia publicat cap versió (o perversió) del personatge d’Hergé.

D’altra banda, Tintín segueix inspirant altres obres, de vegades interessants, com la (per)versió anticolonialista Pappa in Afrika, d’Anton Kannemeyer. És un revés crític de Tintín al Congo, el pitjor llibre del creador d’obres mestres com Tintín al Tibet.

Al nou Musée de la Bande Dessinée, reubicat a la ribera nord del riu Charente, es poden visitar exposicions temporals (aquest any, per exemple, una mostra dedicada a l’editorial Futuropolis) i distintes presentacions dels seus fons. Aquest hivern la mostra semipermanent inclou un exemplar de la primera historieta de la història. Tot i que els americans s’entesten a autoadjudicar-se l’invent del còmic, al museu d’Angulema podem veure Monsieur Jabot, la historieta que el suís Rodolphe Töpffer va publicar, en francès, el 1833, molt abans que aparegués The Yellow Kid (1895). La historieta de Töpffer li va encantar a Goethe, qui ja va saber intuir les possibilitats del nou mitjà d’expressió. No tenia diàlegs ficats en bafarades, però hi ha bastants còmics moderns que tampoc en tenen.

A la sala principal del museu es reprodueixen algunes frases de diferents artistes. Per exemple aquesta:

«La seule chose que je regrette c’est de ne pas avoir fait de la bande dessinée» (Pablo Picasso) (L’única cosa que lamento és no haver fet mai un còmic).

I hi ha d’altres frases igualment elogioses, de Federico Fellini, de Balthus i d’altres.

Foto: Joan Tirbió.

El Festival d’Angulema sempre ha estat visitat per molts aficionats i professionals arribats des de Catalunya i Euskadi sobretot, i també des de diversos punts d’Espanya. Per això resulta xocant la manca d’atenció, al llarg de gairebé mig segle, cap a les millors creacions del veí del sud. Pel que sembla, a França s’ignora que en llocs com Barcelona, València, Vitòria, Mallorca o Madrid s’han creat i publicat, des de fa decennis, algunes obres tan brillants com les millors del còmic en francès, en anglès o en japonès, les quals sí que han exposat i premiat. Si algun dia descobreixen Guillem Cifré, Antoni Calonge i Micharmut, ja serà pòstumament.

El problema és que Martí és barceloní i no americà, ni francès.

Al Festival del 2019 dos autors espanyols presentaven obres seves recentment traduïdes al francès: Keko i Altarriba. I va ser una bona sorpresa constatar que, amb uns trenta anys de retard, una editorial important ha descobert un dels millors autors barcelonins. Cornelius acaba d’editar un esplèndid Docteur Vertigo de Martí Riera, que es presentava al costat del seu anterior llibre, Taxista. En la seva edició francesa, el pròleg que vaig escriure per a l’edició original de Taxista ha estat substituït per un text també elogiós d’Art Spiegelman, l’autor de Maus. Aquests dos àlbums de Martí s’exposaven al costat d’obres cèlebres de Daniel Clowes i Charles Burns, que són els seus equivalents americans. Martí Riera va dibuixar als anys 80 del segle XX ficcions que es van anticipar al to que ara s’identifica com a propi de les pel·lícules dels germans Coen. El problema és que Martí és barceloní i no americà, ni francès.

Tan sols als països que funcionen relativament bé es dóna el suport necessari, imprescindible, a les iniciatives pioneres i avantguardistes, que sempre són les més difícils. Per això tampoc tenim un bon Museu del Còmic a Catalunya. Una capital cultural només és possible si les iniciatives personals necessàries per a la comunitat compten, a més a més, amb certes complicitats institucionals i socials que els permetin desenvolupar-se i tenir continuïtat.